SENTADO
en un parque, veía hace unos días un intenso cielo azul que se filtraba
a través de la escala cromática de las hojas de los árboles en otoño.
Del verde al rojo, su infinita diversidad de matices me hizo pensar que
ese jardín era la reproducción a pequeña escala del universo.
Nada más complejo y más perfecto que una simple hoja de árbol, el
laboratorio donde se lleva a cabo el misterioso proceso de la
fotosíntesis, por el que las plantas utilizan la luz para crear
sustancia orgánica.
Si pudiéramos comprender el secreto de una sola de esas hojas
barridas por el viento, podríamos entender las claves de la materia y
del origen de ese universo que sigue siendo un profundo enigma tras las
últimas aportaciones de la física cuántica.
Las leyes newtonianas no lograban explicar la lógica con la que
se mueven las partículas elementales, pero los recientes avances de la
ciencia han descubierto que el mundo de lo infinitamente pequeño es una
reproducción del cosmos. Con la extensión de las cuerdas plegadas de un
minúsculo electrón podría hacerse una malla que cubriría el planeta. Y
el modelo funciona también en el sentido contrario: el mapa fotográfico
de las galaxias tiene una asombrosa similitud a la red de fibras que hay
en la cara de una hoja.
La materia no es más que un filamento que vibra en diferentes
dimensiones, por lo que podríamos decir metafóricamente que la realidad
de las cosas es esencialmente musical. También se ha dicho que hay una
sinfonía secreta de las estrellas o, expresado con las palabras de
Leibniz, que los astros se mueven conforme a la partitura que ha
compuesto un Relojero Universal.
Si se mira de cerca, el orden de las hojas de los árboles es
aleatorio, igual que el de los objetos del firmamento. Pero si ambos se
observan a distancia, su distribución es uniforme. Ello demuestra la
inexistencia de la singularidad en un universo tan grande donde todo se
repite.
La estructura y la composición de la materia es igual en
nuestro planeta que en los confines del espacio, del mismo modo que una
acacia es una copia genética de otra. Eso debería aliviarnos de nuestro
afán de ser distintos, de esa dolorosa identidad que nos hace sufrir
tanto. Pero somos como esas hojas que se aferran a las ramas y que se
niegan a ser abatidas con la llegada del invierno.